A lo largo del siglo XX, e incluso hoy en día, no resultaba atípico encontrar fósiles en la superficie o a medio enterrar. De niño, a mediados de los años ochenta, César vivía con su hermano y sus padres, don Oideth y doña Belén, en una casa de madera, cobijada por la sombra de unos árboles de mamoncillo y otras especies de árboles nativos. Sus padres aún viven allí. Unas cercas, también de madera, delimitan el umbral entre el patio y el resto del desierto, que se ensancha entre las cordilleras Central y Oriental.
En el patio de su casa materna, César y Fabio mantenían una mascota que no demandaba alimento ni agua. Oideth la había encontrado un día, mientras pastoreaba a los ovejos. La llevó a la casa, como había hecho varias veces con otras curiosidades que hallaba en sus largas jornadas bajo el sol. Era el caparazón fosilizado de un gliptodonte pequeño; un mamífero acorazado, emparentado con los armadillos actuales, y que, en algunos lugares de Sudamérica, alcanzó a pesar hasta dos toneladas. En ese entonces, no se sabía en la región qué tipo de animal era la mascota de los Perdomo, pero la apodaron “el armadillo”, por su semejanza al animal contemporáneo.
Los dos hermanos estimaban al armadillo. Jugaban con él en las tardes, montándolo como a un caballo, después de pastorear. En el patio y en una bodega había caparazones de tortugas prehistóricas. Y, así, probablemente, todas las casas en el desierto tenían fósiles en sus patios, en sus cocinas, trancando las puertas.
Doña Belén, madre de César y Fabio, sosteniendo un cuarzo que se asemeja a un huevo.